E. MIRET MAGDALENA
El panorama religioso español ha dado un vuelco de ciento ochenta
grados. Las cifras inflacionistas del franquismo se han evaporado. Ni somos
todos católicos, ni siéndolo se aceptan unánimemente
algunas ideas básicas de esta religión hispana. Algo que
se cree tan importante para una persona religiosa, la otra vida, es un
síntoma bien significativo de lo que ha pasado entre nosotros.
La entidad CIRES en 1991 descubrió nada menos que cuatro de
cada diez españoles no creen ni en la resurrección ni el
infierno. Tres años después se publicó otra encuesta
realizada por la revista católica Misión Abierta, y descubría
que en la resurrección no cree el 48% de los ciudadanos españoles.
Pero, en cambio, hemos dado un viraje hacia Oriente porque un 25% acepta
la reencarnación.
¿Y los católicos españoles?, ¿qué
creen los seguidores de la Iglesia sobre la otra vida? En la España
del 90, la Fundación Santa María, nada sospechosa de ser
contraria a la Iglesia, sino al revés, descubría que sólo
el 43,8% de nuestros católicos creen firmemente en la otra vida
tras la muerte, un 23,3% cree con dudas, y un 24,4% no sabe qué
pensar o no cree en absoluto. Y, por supuesto, en lo que menos creen estos
creyentes hispanos es en el infierno: sólo lo acepta firmemente
un 32%, un 21,5% con dudas, y un 37,7% no sabe qué pensar o no cree
en absoluto.
Ésta es ni más ni menos la realidad religiosa española
de la que nuestra jerarquía eclesiástica se siente a veces
tan orgullosa. Estamos ante un país de misión, no en un país
indudablemente católico, según los baremos oficiales de la
Iglesia. Lo mismo se detecta todos los días cuando hablamos con
nuestros amigos. El problema de la otra vida no está claro en la
mente de los españoles, ni siquiera en los católicos. Sin
duda, la exposición tan infantil de los catecismos y manuales de
religión, que estudiamos hace ya años, han hecho mucho daño
a la fe tradicional entre nosotros.
¿Quién con un poco de sentido común puede creer
que el infierno, si existe, puede estar ubicado en el centro de la tierra
porque se decía que todo el mundo lo cree así? Eso es lo
que me enseñó el desdichado Manual de Religión que
estudié en 1928, escrito por el profesor de religión del
Instituto de San Isidro de Madrid. Y lo mismo me ocurrió después
de la guerra civil. Leía entonces los libros de un conocido canónigo
santanderino, el doctor Lama Arenal, el cual enseñaba: "Se dice
que el infierno está bajo tierra, y que su fuego es material y semejante
al de este mundo..., y se dice además que es inteligentemente atormentador".
¡Vaya Dios que había tras estas crueles infantilidades! No
es extraño que muchos dejasen de creer en él. Menos mal que
yo leía el inteligente libro del filósofo católico
P. Sertillanges, o.p., que llamó Catecismo de los incrédulos,
y aseguraba: "El infierno es una verdad de principio, pero mirando cada
caso particular no es necesariamente un hecho". Y añadía:
"¿A quién condenáis al infierno con certeza?: ¡A
nadie!".
Ahora, este desconcertante Papa que tenemos ha hecho unas declaraciones
que ponen a punto una concepción algo más inteligente, si
bien no sea satisfactoria, porque no llegó a las últimas
consecuencias y se quedó a mitad de camino acerca del infierno y
del diablo. El filósofo católico Giovanni Papini fue un convertido
desde el anarquismo al catolicismo. Por eso sostuvo muchas ideas ácratas
anteriores, tan parecidas a las de Jesús; y lo demostró en
su famosa Historia de Cristo. Este pensador, además, publicó
por los años cincuenta un libro sumamente interesante que tituló
El Diablo. Yo escribía entonces en el periódico Informaciones
una página religiosa todos los sábados, y al hacerme con
la traducción francesa de esta obra, le dediqué un artículo
para exponer sus ideas. Por supuesto la censura quiso tachar todo el artículo,
pero las presiones ante el director general de Prensa consiguieron que
sólo prohibieran el título -así eran de ingenuos-
y no el contenido. Allí expliqué que desde Orígenes,
pasando por el joven San Jerónimo, el Ambrosiaster y San Gregorio
de Nisa, todos ellos aceptaban la idea de que al final todos sin excepción
se salvarían, tras una purificación de sus malas costumbres.
Y en el siglo pasado son varios de los mejores filósofos y teólogos
católicos los que defendieron esa misma idea: como el alemán
Schell y el italiano Rosmini, que ahora se ha introducido su causa de beatificación.
Una época en que los más famosos poetas pensaron lo mismo,
como Alfred de Vigny, Victor Hugo y Montanelli. Heine más tarde
había dicho que todos se salvarían porque el oficio de Dios
es perdonar.
En esta línea se encuentran muchos místicos católicos,
como la inglesa Juliana de Norwich o, en nuestro siglo, la recientemente
nombrada doctora de la Iglesia por Juan Pablo II Santa Teresa del Niño
Jesús. El teólogo más profundo de este siglo, Hans
Urs von Balthasar, en la Vida que escribió de esta santa dice "la
posible perdición de los pecadores es para ella algo irreal", y
añadía: "Todas las almas obtendrán perdón"
(Therèse von Lisieux, 1950).
El teólogo ortodoxo más importante de Europa, Olivier
Clément, asegura que ésta es también la idea constante
de los grandes escritores espirituales cristianos de Oriente: "La imploración
de la apocatastasis de todas las personas humanas ha sido siempre uno de
los grandes temas más tenaces de la alta espiritualidad ortodoxa,
y ha encontrado un largo eco en Rusia entre el pueblo cristiano". Por eso
Von Balthasar se inclina por lo mismo, después de una lectura cuidadosa
de todos los textos, escritos en lenguaje mítico, del Nuevo Testamento.
Y lo mismo opina el teólogo holandés Schoonenberg.
Es curioso que nuestros místicos del Siglo de Oro, los Alumbrados,
decían, con su manera ingenua de hablar, que el infierno no era
nada más que una expresión infantil, como el "Coco" con que
se asusta a los niños, pero nada real.
Tradicionalmente, la filosofía medieval se dividió en
dos opiniones encontradas sobre el conocimiento de la otra vida. Los seguidores
del beato Duns Escoto sostenían que se puede demostrar con razones
humanas muy probables la inmortalidad; y Santo Tomás, en cambio,
era más optimista. Creo, por eso, que las dudas de muchos católicos
sobre esa vida del más allá provienen de esta dificultad
de la razón para encontrar razones que sean más que muy probables.
Lo que la razón puede hacer es lo que Unamuno decía: que
ese deseo de perduración que todos tenemos nos certifique en algún
modo acerca de la existencia de otra vida. Y el agnóstico filósofo
de Francfort Horkheimer confiesa: "Porque no eran capaces de pensar que
la injusticia que domina la historia fuese definitiva, Voltaire y Kant
exigieron un Dios, y no para sí mismos". Como también lo
pensaba Rousseau: "Si no tuviera más prueba de la inmortalidad que
el triunfo del malvado y la opresión del justo, tan flagrante injusticia
me obligaría a decir: no termina todo con la vida, el orden vuelve
con la muerte".
E. Miret Magdalena es teólogo seglar.
EL PAÍS, 30 de noviembre de 1999