LA VANGUARDIA, 14 de gener del 2000

Caña al mono

QUIM MONZÓ

Me parece ejemplar la sentencia de la juez de El Vendrell que absuelve al profesor de un instituto de Torredembarra que le pegó dos bofetadas a una alumna que se negaba a hacerle caso y que se burlaba de él en sus mismos morros. Según la sentencia, la alumna no tenía "ningún derecho a desobedecer al profesor ni a burlarse de él, siempre que sus indicaciones vayan dirigidas a corregir su forma de actuar mientras la alumna está en el centro y dentro de las horas lectivas", y la actuación del profesor "puede incardinarse dentro de la facultad correctora que como educador se le concede respecto a los alumnos". La juez se pregunta: "¿Cómo puede exigírseles a estos profesores que, además de todo esto, eduquen a nuestros hijos si no se les permite que corrijan su comportamiento y, sobre todo, cuando no dudaríamos en pedirles responsabilidades si, por ejemplo, en una excursión nuestros hijos sufrieran algún daño en un descuido de los profesores?"

Dejando a un lado este caso y las razones concretas de alumna y profesor, hay que reconocer que la vida en los institutos se ha vuelto difícil. Aún no han tenido que colocar detectores de metales para evitar que los alumnos entren en clase con armas, como en Estados Unidos, pero todo se andará. El festival de insolencias no se da sólo en la enseñanza. Lo vemos en las calles, en el comportamiento de motoristas, automovilistas, ciclistas y peatones. En el metro, en los autobuses, en el cine. ¿Cómo no va a ser así? Si de niños nadie se atreve a decirles que no pongan los zapatos en el sofá, ¿por qué de adolescentes no han de escupir las cáscaras de pipa a la cara de quien quieran?

¿Qué habría que hacer? De entrada, exigir que la autoridad educativa no se lave las manos, y actúe. No todos los profesores tienen el temple de, por ejemplo, Biel Majoral. Anteayer, Anton Maria Espadaler me explicaba que, tiempo atrás, Biel Majoral fue profesor de lengua catalana en la escuela de magisterio de Sants. Según parece, el profesor anterior no sabía imponerse y los alumnos -¡futuros profesores!- se le subían a las barbas. El primer día que Majoral llegó a clase, substituyéndolo, intentaron hacer lo mismo. Empezaron a burlarse y le tiraron un balón. Con el otro profesor lo hacían a menudo. El profesor lo recogía y callaba. Pero el payés Majoral no hizo eso. Lo recogió, preguntó de quién era y, al recibir por respuesta un murmullo de risitas, sacó del bolsillo su navaja campera, con un palmo de hoja. La clavó en el balón y lo rajó en dos mitades. En la clase no se oía ni un mosca. Se terminó la indisciplina.

Y aún dudan de si hay que imponer castigos. ¿Cómo no? Hasta los alumnos deberían exigirlos. Y nada de dos bofetaditas y sanseacabó. Si yo fuese alumno sería el primero en pedirlos. Si fuese disciplinado, porque estaría harto de aguantar que los que no quieren estudiar dificulten las clases a base de salvajadas impunes. Si fuese indisciplinado, porque ser grosero sin riesgo no tiene gracia. Tal como está el patio educativo, uno se mea en la boca del profesor sin que nadie le rechiste. ¿Qué placer se saca de eso? Hacer el gamberro es mucho más apasionante si te juegas una expulsión de por vida o un manojo de azotes bien dados. Y que ningún progre se rasgue las vestiduras. En Gran Bretaña, sabio país, el castigo corporal se mantuvo hasta la penúltima década del siglo XX y lo suprimió ni más ni menos que Margaret Thatcher, la valedora de Pinochet. No es casualidad.